Chañarmuyo

Excelente aterrizaje, mediodía de fuerte zonda en el aeropuerto de Chilecito. Con el piloto, mi entrañable amigo Gustavo Papini todavía teníamos 85 kilómetros, por tierra. Allá arriba, el par de cóndores que acompañaron nuestro vuelo se veían majestuosos con sus alas desplegadas. Saliendo del aeropuerto, el policía del control dijo no conocer nuestro destino: ¡Chañarmuyo!

Al llegar, sorprendido, me encontré con un paisaje de una belleza salvaje, silencioso y repleto de piedras. Campo virgen, sin experiencia vitícola, zona no tradicional de La Rioja considerada muy fría para vinos. Internándome en el campo, recorriendo senderos como podía, resaltaba en un cerro una cruz blanca que dominaba el valle, punto culminante de peregrinación del pueblo.

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Desde allí un conocido lugareño, don Patrocino Carrizo (dicen que) dijo: “alguna vez se harán vinos en este valle de los que el mundo hablará…”. Vaya uno a saber si fue cierto, sin embargo, allí está la cruz que desde 1913 mira el Valle de Chañarmuyo.

Se hizo tarde con rapidez, los cerros ocultaron el diáfano sol y perdimos la chance de regresar al aeropuerto. Estaba todo dicho: debíamos hacer noche en un galpón de trabajo. En Chañarmuyo nada había para aprovisionarse, me dirigí a Campanas. Ya de regreso, el sol escondiéndose resaltando las siluetas de varias filas de montañas en extenso desierto. Al sudoeste, imponente, el Famatina con su hielo eterno. Sensación de soledad, magnificencia, inmensidad y humana pequeñez. En medio del camino tal espejismo surrealista, me hace “dedo” una mujer vestida toda de blanco. Será real? Atardecer rojizo, la nada (o el todo), el infinito. Una señora mayor parada al costado del camino segura de haber conseguido transporte. Preguntó sin vueltas: “Usted es de la compañía m´hijo?”. La compañía, pensé, era una pila de rollos de alambre, un pequeño galpón y algunos postes. Le respondí que sí, que cumplía tareas administrativas.

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